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MIGUEL ALAVEZ

I

Había oído decir a su padre que el mundo era cruel e injusto. Que la vida en la ciudad y el campo iba de mal en peor. Y que la naturaleza se extinguía a pasos agigantados. Por eso, el día que debía nacer, Jacinto se negó a abandonar el útero de su madre. Fue necesaria la intervención de una cesárea para sacarlo al exterior, pero antes de ello, cegó sus ojos para evitar la oscuridad del mundo. 


II

Subieron rápidamente al barco. Cada uno se situó en su puesto correspondiente y enseguida desanclaron la nave. “¡Allá vamos, en busca del tesoro!” articuló el que la hacía de capitán mientras apuntaba al horizonte con su espada desenvainada, al filo de la proa. Y el viento desairado y tibio comenzó a empujar a la tripulación de niños que jugaban dentro de una caja de cartón. 


III

Lo descubro acechándome, oculto entre la hierba. Lentamente se va aproximando con el sigilo de un cazador experimentado. Y cuando apenas nos separan unos cuantos centímetros de distancia, se levanta de un brinco y clava sus filosos colmillos en mi espalda. Quisiera huir, pero no puedo: a veces, una como madre debe lidiar con los arrebatos salvajes de sus pequeños cachorros. 


IV

Él llega y golpea varias veces la mesa. Los cubiertos tiemblan y una silla cae estrepitosamente al piso. Ella aparece de pronto, ajetreada, temblorosa, y con un bebé en brazos se apresura a manipular la cocina. Pero los minutos pasan y la violencia ejercida por el hombre crece como una serpiente que se va desenroscando. Al final, ella no aguanta más: avienta el muñeco y corre, ya no quiere seguir jugando a la mamá y al papá. 


V

El pueblo entero, armado con escopetas y machetes, avanza hacia las entrañas del bosque en busca de la misteriosa criatura que desmembró a las reces del condado. Entre todo el tumulto de gente embravecida va Jacinto, con las manos ocultas en los bolsillos del pantalón y las garras aún llenas de sangre. “¡Ay que matarlo!” grita, al tiempo que simula con maestría una gran indignación.


VI

Una mosca entra en mi casa. Como si estuviera achispada por efecto de algún insecticida serpentea torpemente por todo el lugar. Yo la miro, impasible, desde un rincón desolado: es cuestión de segundos para que caiga enredada entre los hilos de mi trampa. 


VII

Su retórica era impresionante. Hablaba con una elocuencia y exquisitez equiparables a las de un gran orador. Además, la robustez de sus argumentos era tal, que éstos parecían irrefutables. Todo su palabrerío, en suma, tenía potencial de sobra para deleitar y disuadir los oídos de cualquier espectador. Lástima que solo podía pronunciarlo frente a su sombra.


VIII

Alzó la pistola, apuntó al espejo y jaló el gatillo. En medio de la nube de humo que produjo la detonación suspiró aliviado: el rostro bañado en sangre del asesino había desaparecido. 


IX

Casi todos los devotos del pueblo acuden cabizbajos a la iglesia a confesar las atrocidades que han cometido cuando son torturados por la sospecha de que sus esposas les son infieles con un varón desconocido. El padre, un hombre robusto y de buen vestir, no puede hacer más que consolarlos con la lectura de algún pasaje bíblico, y suspirar aliviado porque hasta ahora no ha sido descubierto.


MIGUEL ALAVEZ

Estudia Economía en el Instituto Politécnico Nacional. Las áreas de conocimiento que más le apasionan de esta ciencia son Filosofía económica, Historia económica, Macroeconomía y Métodos cuantitativos.

Su experiencia en el ámbito de la escritura es reciente, aunque vasta. Ha publicado microrrelatos en antologías latinoamericanas y un ensayo de Economía por la UNAM.

También participa en “Aprende Economía” -página de facebook- publicando textos que abonan al debate de la ciencia económica.

En sus ratos libres se dedica a leer y, cuando la inspiración aparece, escribe.

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