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ANA ESTER PRADERIO


AMORES EFÍMEROS


Él

El día se presentaba gris. Él se había levantado temprano y caminaba sin apuro hacia su trabajo.

Esa mañana, cuando se había mirado en el espejo, notó cuánto había avanzado su alopecia.

Ya soy un pelado. Menos mal que me mantengo flaco.

Era verdad, se mantenía delgado a pesar de su descuidada dieta. 

Otra cosa que le molestaba de su cuerpo eran unos pelos que le aparecían, desde hacía un tiempito, en su nariz y orejas. 

Mierda, me estoy convirtiendo en un hombre lobo.

Había probado arrancar esos pelos que crecían en sus fosas nasales usando una pincita que encontró en el baño de su cuñada, pero el dolor había sido tan ardiente y agudo que no volvió a repetir el intento. Compró una tijera chiquita y con ella mantenía a raya a esos infames invasores.

Qué decadencia, Dios mío. Cincuenta y dos años, un divorcio, varias historias mal terminadas, un empleo de mierda, un miserable departamento de dos ambientes y mis agujeros nasales y auditivos llenándose de pelos. Mi vida se está pareciendo cada vez más a una canción de Sabina, y de las peores.

En estas cosas pensaba mientras caminaba sin apuro hasta que se le ocurrió mirar su reloj: las nueve menos cuarto.

Mierda, a este tranco no llego.

Apuró sus pasos hasta la parada del 132.

Tres o cuatro personas formaban una desordenada fila. Entre ellos una mujer vestida con pollera negra y blazer celeste.

Le gustó el pelo. En otra época hubiera pensado distinto, pero le gustó que la mina, casi una veterana, se atreviera a llevarlo cortísimo y de color rojo; mejor dicho, bordó, casi como de vino tinto.

Fingiendo ver si venía el bondi, se acercó al borde de la vereda y la miró con todo el disimulo que pudo. Está buena la doña, buenas piernas.


Ella

Despertó desasosegada, consciente de que era tarde. Se había comprometido con su hija a hacerle un trámite y se había dormido. Ella, que siempre madrugaba, justo hoy se había dormido.

Mientras se bañaba, pensó que esto de dormirse, seguramente, tenía que ver con el malestar que le causaba hacer cosas para otros durante la mañana, cuando prefería levantarse sin apuros, tranquila, tomar más de un cafecito, escribir un buen rato, leer, meditar o lo que fuera.

Me molesta no disponer de mi tiempo. Lo peor es que yo me ofrezco. ¡Qué estúpida! Después me quejo, como si alguien me obligara.

Minutos después, salía de su casa y caminaba a buen ritmo hacia la parada del 132. Al llegar, miró su reloj: las nueve menos veinte.

Mientras esperaba, recordó que el día anterior había ido al MALBA a ver una película que, en dos horas y veinte minutos, había mostrado, con interminables detalles, una historia de amor que —como tantas— había terminado como la mierda.

Ese tipo me estaba mirando. Trató de disimular, pero fue muy obvio. Si me acerco a la vidriera de la tiendita, lo voy a escudriñar yo a él. ¡Aja! No está nada mal el pelado.


Ellos

El colectivo llegó a las nueve menos diez. Él y ella subieron. No por casualidad quedaron parados uno junto al otro. 

El brazo izquierdo del hombre apenas rozaba el brazo derecho de la mujer. Ella registraba asombrada la corriente energética que recibía y se dejaba invadir por la sensación.

Él absorbía con fruición el calor y el perfume fresco que ella irradiaba.

La situación era tan gratificante para ambos que no deseaban salir de ella. Permanecían unidos por esa ligazón, ajenos al entorno de caras sombrías, miradas entoldadas y cuerpos cansados o por cansarse. 

Ellos estaban envueltos en una bruma de incipientes deseos y nuevas fantasías.

Los ojos marrones, brillantes, de ella encontraron la mirada tibia de él. Se miraron, reconociéndose, pensando que al fin se habían encontrado.

Pero, lamentablemente (lo siento, lectores, suelen haber peros y momentos lamentables en la vida), él se desprendió de los ojos de ella, se agachó, miró por la ventanilla hacia afuera, vio que estaba a una cuadra de su trabajo, sin pensar se movió muy rápido hacia la puerta trasera y, cuando el colectivo se detuvo, bajó casi corriendo.


Él

Apurado, entró en la empresa, saludó a la recepcionista, apretó el botón del ascensor, entró. En tanto, en su cabeza, la imagen de la mujer se mantenía nítida. ¿Por qué mierda me bajé? Siempre el mismo boludo, parezco un robot, no decido, me llevan las rutinas ¿Qué hice? ¿Estará mañana?


Ella

Se las tomó. Se habrá asustado. Un pelotudo. O quizás no sintió nada. Y yo sigo haciéndome ilusiones, boluda como siempre. Mañana vuelvo a la parada a la misma hora, a ver si está.


ANA ESTER PRADERIO

Nació en CABA en 1946.

 A la edad de nueve años su familia decidió pasar el verano en la casa de fin de semana que tenían en General Rodríguez, la estadía se convirtió en permanente y desde entonces vive en esta ciudad.

Ana estudió Trabajo Social especializado en Salud, Psicología Social, Medicina China y dos idiomas: inglés e italiano.

Trabajó en el Sistema de Salud Pública de la Provincia de Buenos Aires y llegó a ser Directora Asociada en el Hospital Interzonal sito en General Rodríguez.

Fue una activa gremialista en ATE y en la Asociación de Profesionales de la Salud.

Actualmente divide su tiempo entre viajar, la escritura, la actuación y sus seres queridos.

Ella misma dice que ama viajar. Ha recorrido casi toda Argentina, y partes de Brasil, Perú, Bolivia, Colombia, México, Canadá, algunas ciudades de Europa. De Asia conoció más profundamente Thailandia y parte de China.

Hasta ahora ha editado dos libros: Historias y Oscura Ciudad Oscura. Está preparando el tercero.

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