“…no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo…”
Jorge Luis Borges
Existe, en general, la confortable sensación de comprender –si acaso el término es adecuado- que el mundo es un lugar claramente delineado, definido por leyes precisas que impiden (salvo contadas excepciones) el caos tan temido por el hombre desde su génesis.
Pero el mundo no es más que una construcción lingüística que permita al hombre construir sus propios universos y, a la vez, ser incapaz de poseer ninguno.
La necesidad imperiosa de construir esquemas que den sentido a todo lo que nos rodea, surge de una marcada carencia de origen: se desprende de nuestra incapacidad de abarcar aquello que nos es extrañamente conocido.
El hombre genera conocimientos para explicar y dar fundamento a los fenómenos que lo rodean y en los cuales pone en juego su propia existencia. Las taxonomías parten de un ordenamiento primordial sin el cual sería probablemente imposible explicar el Universo –si existe algo parecido.
Y aquella confianza a la que hacíamos mención parte de nuestra seguridad, de nuestra confianza en el lenguaje. De la mal propagada creencia de que el lenguaje se yergue inmutable a las variaciones del entorno sociohistórico. Sin embargo, es necesario admitir que el sustrato lingüístico que une “ las palabras y las cosas” no es en nada
un elemento inmóvil, y que el resultado de sus constantes variaciones y
transformaciones dan origen a los discursos que legitiman el Orden establecido.
Esta
característica del lenguaje, su mutabilidad e indefinición, es lo que
posibilita desarrollar infinitas concepciones del universo, las cuales no
podrían refutarse ni aún en su propia contradicción. El universo puede
entenderse como la yuxtaposición de elementos lingüísticos cuyas
características particulares definen un discurso concreto que permite delinear
el conjunto de lo cognoscible.
De
esta manera no conocemos sino el universo del discurso, es decir, el Universo
que se construye en virtud de la tarea discursiva que el hablante desarrolla a
fin de organizar y captar la realidad en que se encuentra inserto. Esta idea
reclama una lucidez superior con la cuya comprendemos que el lenguaje (y, por
ende, el Universo) no es más que un ente arbitrario, que no tiene ninguna
relación concreta con lo que existe en el mundo. Incluso, podríamos decir con Borges “cabe
sospechar que no hay Universo en el sentido orgánico, unificador, que tiene esa
palabra” (2).
La
inexistencia del Universo o, de otro modo, la construcción de esquemas humanos
que intentan ordenar el mundo, responde a la necesidad de penetrar en una
verdad divina, prohibida al hombre desde el origen y a la cual intenta acceder
sin éxito. Aquella verdad inaccesible se pierde en el continuo intento por
asirla que se lleva a cabo en la cotidiana urgencia del hombre.
Aquí
es donde surge esa apremiante contradicción que constituye el eje vertebrador
del ser humano y que podemos observar claramente en los cuentos de Borges: por
un lado, el hombre es la criatura que más posibilidades posee para acceder a la
Divinidad, de abrazar por su propio esfuerzo el cetro de la creación misma. El
lenguaje le da la capacidad de construir universos que respondan a sus dudas y
carencias, que lo lleven a la verdad primigenia, es decir, a Dios. Pero, por
otro lado, el mismo discurso y la conciencia de su arbitrariedad lo llevan a
alejarse de ese centro unificador donde todo alcanza su unidad. La condición
artificial del mecanismo lingüístico lleva al hombre a crearse un Universo de
que no hace sino dudar y, finalmente, lo derrumba o cambia por otro que
satisfaga transitoriamente las falencias del anterior.
Es
precisamente en este punto conflictivo donde la literatura surge en su máxima
expresión, puesto que se delinea en el aparente estatismo del lenguaje pero
provoca la fisura que posibilita la construcción de universos tan inverosímiles
como valederos. La literatura provoca ese “no-lugar”,
como afirma Foucault, ese espacio de privilegio donde el discurso revela su
angustiante incapacidad, donde las palabras y las cosas pierden todo tipo de
contacto, evidenciando su absoluta y descomunal ausencia de relación. Esta
lucidez deviene clarividencia en el momento mismo en que comprendemos que la
literatura no es otra cosa que la creación de universos posibles a través del
lenguaje.
La
literatura permite el juego con el lenguaje, permite hacerle trampa al discurso,
posibilita idear nuevos ordenamientos del mundo, en tantas y tan dispares
modalidades como genios creadores existan. Es la literatura donde se observa
concretamente esa dualidad antagónica que conforma la naturaleza misma de todo
lenguaje: su capacidad de inventar mundos intangibles y su ineficacia para
abarcar el Universo.
En
este punto, es de importancia relevante el aporte de Borges al sentido del
Universo y la Literatura. En dos de sus cuentos (“El espejo y la máscara” y “La
escritura del Dios”) manifiesta esa incapacidad del lenguaje para abarcar
el universo. Ambos personajes (el poeta y el mago, respectivamente) sufren en
carne propia aquella dolorosa sensación de conocer una verdad profunda y única,
una verdad reservada sólo al Creador, una verdad imposible de expresar en un
lenguaje humano. El encarcelado Tzinacán
se ha unido al Universo, ha comprendido sus designios, se ha unido a la
divinidad pero no es capaz de articular ni siquiera una de las catorce palabras
que constituyen el secreto. Íntimamente, sabe que el hombre no ha podido
encontrar el sustrato lingüístico capaz de revelar su verdad existencial:
“…Sombras
o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender
un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todo, mundo, Universo…”
(3)
La
misma suerte corre Ollan que llegando
a comprender las palabras prohibidas, las expresiones que conforman el poema
sagrado que es sólo propiedad de Dios, no se atreve a revelarlo más que ante la
inexistencia de su Rey.
Luego,
ambos guardan eterno silencio: uno muerto por su propia mano; el otro, mendigo
enmudecido. Estos personajes tienen acceso a la Verdad, pero esa Verdad se
niega a los hombres y debe expiarse la culpa de haberlo alcanzarlo. Sobre ellos
se cierra la noche, la oscuridad de la ignorancia que vuelve a cernirse sobre
el hombre, dejándolo sumergido nuevamente en la asfixiante incapacidad de
articular la verdad del Universo.
En
el otro extremo, nos encontramos con la contrapartida de este singular
cuestionamiento en otros dos cuentos: “Tlon,
Uqbar, Orbis Tertius” y “El idioma
analítico de John Wilkins”. Llegamos al punto en donde el ser humano
construye con su lenguaje un Universo a su imagen y semejanza, dando respuesta
a sus propias dudas mas no al interrogante universal. Aquí el hombre utiliza el
discurso para deshacerse de esa sensación de carencia, de falencia.
En
la literatura, en la creación, en la fantasía, los constructores de Tlon han
encontrado la solución al problema de su fundamente. Han dado unidad al caos,
han construido un orden propio gracias a la intangible ayuda del lenguaje. En
este cuento, Borges muestra claramente cómo es posible construir un Universo
completamente nuevo, con leyes, lenguaje, creencias, filosofías y normas
propias. Es la búsqueda del hombre ante el silencio de Dios, ante su irónico y
brutal silencio:
“…Buckeley
descree de Dios, pero quiere demostrar al Dios que no existe que los hombres
mortales son capaceas de concebir un mundo…” (4)
La
arbitrariedad es la clave que permite tal desafío, la falta absoluta de
relación entre lo que es, lo que existe, y lo que decimos de ello.
Como
toda clasificación del mundo, el lenguaje se articula en discursos que
necesariamente marginan ciertos elementos de la realidad en beneficio de otros.
Es decir, que el orden se constituye por la negación más que por aceptación.
Cuando decimos: “ese caballo es blanco”, lo que hacemos al tiempo que afirmamos
es negar; decimos: “ese caballo no es negro, no es marrón, etc.”. Las
taxonomías que delinean el encadenamiento lógico de la cultura occidental se
fundamenta en este juego de atribuciones y negaciones. La episteme se produce a
través de un marco dialéctico entre lo Mismo (aquello aceptado) y lo Otro
(aquello que queda al margen).
Esto
queda en evidencia en los cuentos de Borges donde se narra la existencia de
universos absolutamente distintos del nuestro (como Tlon o el país que describe Brodie)
pero que se basa en un sustrato lingüístico que lo legitima. Nuestra
incapacidad de aceptarlos deviene de la estancada y petrificada formalidad en
que encerramos los hechos y las cosas, en la forma particular en que ordenamos
el cosmos. Lo que provoca asombro y rechazo a la vez es la frontera que delinea
los confines de nuestro propio pensamiento. Así, Foucault afirma:
“…Lo
que se nos muestra como encanto exótico de otro pensamiento, es el límite del
nuestro: la imposibilidad de pensar esto…” (5)
La
sorpresa y el desequilibrio que genera la lectura del lenguaje analítico de
Wilkins es resultado no de la extrema complejidad en que se estructura, ni
tampoco por la “fantasía” de su construcción, sino el marco lingüístico en que
lo ubica. Que desarrolle esa clasificación de los animales no nos altera tanto
como imaginar o concebir que esta taxonomía entra en el circuito lingüístico
propio de nuestra manera de organizar el mundo. Es ese a, b, c, que denuncia Foucault, lo que nos impide considerar
legítimo el ordenamiento, puesto que entra para nosotros en el campo de lo
Otro.
Sin
embargo, existe un margen de aceptabilidad, un marco de probabilidad que
permite reconocer esa taxonomía ajena y extraña: la literatura. Ese no-lugar,
al que nos referimos anteriormente, es el que deja espacio a la aceptación en
tanto comprendemos que tal organización universal se desarrolla en el sitio
mismo donde se destruye el lenguaje.
Por
ello vivimos en la constante dualidad, en el vértice de un universo tan propio
como ajeno, de un lenguaje tan real como inverosímil. Al fin de cuentas quizás
el lenguaje no sea sino una absurda búsqueda del hombre para encontrarse
consigo mismo, una blasfemia que recorre los siglos buscando un dios que no se
ofenda, una ilusión colgada al cuello de la historia universal. Quizás sea la
única forma de asir el Universo, de tomarlo entre nuestras manos y tranquilizar
nuestro agitado espíritu; o sólo sea un vil engaño del hombre para el hombre,
una fábula cómica que nos hace sentir completamente incompletos. O, tal vez,
estas palabras no son más que manchas invisibles en el duro y cansado pelaje de
un tigre moribundo.
Citas:
(1) Borges, Jorge Luis; “El idioma analítico de John Wilkins”; en
Otras Inquisiciones; p. 708.
(2) Ídem…
(3) Borges, Jorge Luis; “La escritura del Dios”; en El Aleph;
p. 138
(4) Borges, Jorge Luis; “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius”; en El
jardín de los senderos que se bifurcan; p. 35
(5) Foucault, Michel; “Prefacio”; en Las palabras y las
cosas; Siglo Veintiuno Editores; Argentina; 2003; p. 01
Bibliografía:
1. Borges, Jorge Luis:
-
“El idioma
analítico de Jonh Wilkins”; en Obras completas; Emecé Editores; Buenos
Aires; 1985.
-
“El espejo
y la máscara”; op. cit.
-
“La
escritura del Dios”; en Otras Inquisiciones; Alianza Editorial; Madrid;
1998.
-
“Tlon,
Uqbar, Orbis Tertius”; en El jardín de los senderos que se bifurcan;
Emecé Editores; Buenos Aires; 1956.
-
“El
informe de Brodie”; Grupo Editorial Planeta; Buenos Aires; 2001.
2. Díaz, Esther; “La filosofía de Michel Foucault”;
Editorial Biblos; Argentina; 1995.
3. Foucault, Michel; “Prefacio”; en Las palabras y las
cosas; Siglo Veintiuno Editores; Argentina; 2003.
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