Ella era tan recta, tan formal, tan correcta. Nunca había hecho nada que pudiera considerarse inmoral. Había sido criada y educada en el respeto, las normas y las buenas costumbres. Era una “niña bien” que jamás en su vida había osado siquiera tener un desvío, algo que la apartara de su línea de conducta. Por eso, cuando en el cementerio todas las demás lápidas y bóvedas se abrían para liberar a sus ocupantes y darles una noche de libertad, ella se quedaba quieta y entrecerrando los ojos se quejaba: “¿Dónde se ha visto que las damas caminen con desconocidos por ahí a estas horas de la noche y tan mal vestidas?”
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