Cuando Marcela vio llegar a su hermana se inquietó un poco, pero no se
sorprendió. Después de todo esa era su casa. Tenía derecho a ir cuando quisiera
y a la hora que se le ocurriera. Aunque la desfachatez de presentarse a esa
hora de la madrugada la irritó bastante, no quiso iniciar una discusión. En
verdad, estaba agotada. Aquel había sido un día demoledor, aunque fue el final
de una cadena angustiante de hechos desastrosos su cuerpo se resentía todavía.
Estaba agotada. Lo cierto es que no esperaba que su hermana llegara tan pronto,
al menos no esa misma noche.
El funeral había sido a las cuatro y el entierro a las seis. Rápido y
con poca gente. Su hermana había estado distante y fría, como ajena a todo. Y
ahora estaba ahí, paseándose por la sala. Marcela la vio detenerse frente al
revistero y tomar una revista al azar que ojeó sin demasiado interés.
Después de todo no podía tener una noticia nueva aquella pila polvorienta de
diarios viejos. Luego se acercó a la barra y sirvió dos vasos de escoses.
Marcela detestaba la bebida, pero considerando los hechos prefirió aceptar el
ofrecimiento y bebió sin apuro. El sabor era penetrante. Era la mejor botella.
Su hermana solo tomaba en ocasiones especiales… y esa era una.
Ambas permanecieron en silencio, observándose, calculando cada una el
pensamiento de la otra. Marcela recordó de pronto la visita al hospital, el
fuerte olor a hospital impregnándose en su ropa, colmando sus sentidos,
invadiéndola. Creyó que sería bueno explicarle todo. Desde el comienzo. Pero
no halló palabras para expresar lo que sentía. Su hermana sintió deseos de
abrazarla, de decirle que la amaba, que estaba todo perdonado, que no había
rencores. Pero se mantuvo sin movimiento, sin animarse a moverse más que para
tomar el vaso y beber, de a sorbos, su escoses en las rocas. Marcela prendió un
cigarrillo y dio dos, tres pitadas profundas. Contuvo la respiración unos
segundos y luego lanzó una enorme bocanada de humo al cielo raso. Susurró algo
entre dientes, pero no sintió sonido alguno. Las palabras parecían
estrangularse en su garganta. Recordó entonces la habitación del hospital,
pulcra, esterilizada. La camilla enorme para el cuerpo tan pequeño y débil. Tal
vez hubiera preferido hacer algo, pero qué. Esa duda venía a destrozarle el
alma y a dejarla sin consuelo. Su hermana lo sabía, podía darse cuenta de eso.
Siempre fueron muy unidas. Le alcanzó un cenicero que había en la barra, el
mismo que ella había decorado tiempo atrás con unos pequeños caracoles que
recogió en el mar. Marcela lo tomó y dejó caer un largo hilo de cenias en él.
Su hermana lo miró profundamente a los ojos. Marcela quiso decir algo, objetar
alguna excusa, pero ella se lo impidió entrecerrando los párpados. No quería
palabras, los recuerdos eran suficiente comunicación en esa noche oscura y
solitaria.
Marcela recordó el rostro del médico, su voz firme y profesional: “No
podemos hacer nada”. Nada. Todo se resumía a esa palabra final, definitiva:
Nada. y el esfuerzo de contener las lágrimas la hizo toser y mirar para otro
lado. Apagó el cigarrillo sumergiéndolo entre los restos calcinados que
ocupaban la superficie helada del cenicero. Fue hasta la cocina, tomó la
botella de escoses y sirvió otra ronda. Su hermana la bebió con premura, como
sedienta. La llevó a sus labios con ardor, con deseo. Quizás imaginando que era
un elixir del olvido, una forma de dejar atrás todo lo malo. Marcela pareció comprender
ese gesto desesperado y la acompañó en silencio. Luego se sentó otra vez y
perdió la vista entre las sombras de la sala.
“La medicación no dio los resultados esperados. Está muy débil. No creo
que pase de esta noche. Lo siento.” Lo siento, claro, cómo no. Sentirlo.
Marcela se revolvía en su asiento al recordar el tono del doctor condoliéndose
de un sufrimiento robado, de un dolor que era solo de ella, que solo ella debía
soportar. Su hermana también recordó aquellas palabras con rencor, aunque su
recuerdo era débil porque fuer Marcela quién se encargó de trasmitírselo cuando
quedaron a solas en la habitación. “No te preocupes, voy a estar bien”. Las
palabras se repetían en un eco distante en la memoria de Marcela, como un
sustancia lejana que emana de la profundidades de un abismo. Su hermana se
acercó, silenciosa, hasta el estante junto a la chimenea. En él las flores y
las fotos se mezclaban, se confundían. Reconoció un lugar que creía olvidado.
En un pequeño jardín, entre margaritas, ambas jugaban arrodilladas intentando
acomodar la ropa a una muñeca desalineada. Marcela la observaba desde el
sillón. “Recuerdas…” preguntó sin obtener respuesta. Su hermana acarició el
frágil cristal que resguardaba aquel momento precioso e irrepetible de su infancia.
Luego posó su mirada en una pequeña y descolorida fotografía de un bebé en
pañales, recostado sobre una mantilla blanca y no pudo contener una sonrisa.
Era ella misma a penas unos días después de nacida. Tenía la piel todavía
reseca y arrugada. Finalmente, quiso acariciar la última foto del estante pero
su mano no pudo reposar sobre ella. Aquella imagen no le era familiar, jamás la
había visto, aunque se reconocía en ella. Intentó nuevamente asirla pero sus
dedos parecían atravesar el vidrio, como si no pudiera mantener su
corporeidad. Marcela entendió en ese instante todo. Aquella foto había sido
puesta esa misma noche, antes de que llegara su hermana. Era una fotografía
tomada en el hospital. La había revelado después del fin de semana y había decidido
colocarla en el estante para tener fresca en la memoria la última sonrisa que
le regaló. Su hermana derramó una lágrima y se desvaneció lentamente en el aire
hasta hacerse ausencia y recuerdo.
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