Que
te cobren un penal a los `46 del ST contra tu eterno rival y que, además, ese penal
es visto solo por el ojo alucinado de un referí que se encuentra a más de 40
metros de la jugada es, sin dudas, uno de los ejemplos más claros y
contundentes de la Injusticia. Aquel cotejo por la final, como todos recuerdan,
se disputó sin la presencia de la parcialidad visitante. El partido venía
empatado: 0 a 0. A pesar del esfuerzo y el ingenio que ponían los hinchas para
amedrentar y hostigar a los oponentes, éstos demostraban en cada jugada su
firme decisión de pasar al frente en el marcador. Incluso cuando expulsaron a
Damiani a los 24 del primer tiempo, la visita no cejó en su empeño y atacó y
defendió de una manera heroica. Era emocionante observar la pasión y la garra
con que esos gladiadores mantenían la posición, cubrían los espacios, hacían relevos
y hasta se tiraban de cabeza para evitar la caída. Pero la Injusticia no
entiende de esfuerzos ni de sacrificios. Luego de estrellar un tiro en el palo
izquierdo la visita quedó mal parada y los locales se rearmaron en una contra
fatal. Lisandro metió un pase milimétrico para que Gorostiza la reciba en el
centro del campo. La ventaja era
inmejorable: cuatro atacando contra una desgarrada defensa de tres hombres que
retrocedía sin sentido acercándose a su propia meta. Gorostiza habilitó a Acuña
y este, de primera, la cedió a Portelli que desbordó por la derecha metiéndose
en diagonal al área. Y en ese momento fue que la mala fe y la desgracia se abatieron
contra el equipo visitante: con total descaro y falta de honestidad, Portelli
alargó el balón ante la llegada del central que cortaba la jugada y simuló un
puntapié inexistente. Se desplomó en el área como si hubiera recibido un
disparo de fal a la altura del gemelo izquierdo. El árbitro, que no había
podido llegar a la posición de la jugada debido a la velocidad de la misma y
ante la presión del estadio que parecía derrumbarse reclamando la falta, pitó
penal. De nada sirvieron los reclamos enardecidos de los jugadores rivales que
protestaron en masa al juez de línea, al árbitro y a todos los santos. La
Injusticia estaba consumada. La tribuna era un solo grito de victoria, los
padres abrazaban a los hijos, las esposas a los maridos. Portelli sonreía con
malicia consumada. Era una fiesta. No quedaba más que patear, recibir la
ovación y levantar la copa. Fue en ese momento en que ocurrió asombroso:
Ramírez, recto frente al balón, miró a Portelli que no borraba su maliciosa
sonrisa impune y miró al arquero rival, el que en `90 no había podido vencer ni
doblegar. El silbato sonó como una orden de fusilamiento. Ramírez avanzó decidido
y pateó. La cancha fue en un instante silencio. La pelota, mansa, displicente,
había salido del punto penal y se había estrellado contra el cartel de
publicidad lejos del poste derecho, justo adónde la había querido enviar “el Loco”
aquella tarde fría y gloriosa de junio.
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