Al cruzar la calle le pareció extraño, quizás familiarmente extraño. El parecido era
asombroso. Con sólo ver sus ojos pudo leer una mirada conocida. Tal vez la recordaba de un lugar que a menudo frecuentaba pero que ya había olvidado. Era indudable, aunque no innegable, que por su mente circularon ráfagas imaginativas, casi tan lejanas que debió realizar un esfuerzo extra humano para divisarlas. Fueron sus manos –las de él, las del otro- dibujando enmarañadas figuras de arrugas y miseria. Pero se asemejaban tanto una a otra, una con la otra. Claro que todas, en mayor o menor medida, se parecen. “Es tan
universalmente repetible el Hombre”, pensó. O lo dijo con esa voz que grita para adentro y al hacerlo calla. Pero miró sus pies desnudos tan idénticos, tan genuinos, tan inmóviles, petrificados casi, en el cemento adoquinado. Y creyó que aún podían servir, aunque más no sea, para cruzar –como él, como el otro- esa calle estrecha y desaliñada. Que podían llevarlo tan lejos como fuera necesario, allí donde los senderos sean tan lejanos como la noche y el día. Sintió, con cierto asombro, que sus pasos resonaron más pesados, más lentos, más acompañados pero sacudió las piernas con un gracioso ademán como para aligerar la carga. ¡Qué alivio deshacerse de la ilusión! Luego escuchó su voz, ese hilo sonoro que apenas podía percibir. Y en un acto de cronológica simultaneidad no pudo descifrar las palabras –las de él, las del otro- mezclándose, no supo quién había pedido y
quién había negado, quién terminaba de cruzar la calle y quién concluía sus esperanzas.
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