Para
Ernesto Aguirre –conocido por sus familiares y amigos como “Ernestito”- un
juego de la plaza estaba prohibido. No le permitían subir, bajo ningún punto de
vista, a tobogán de túnel.
Los
que han concurrido con cierta asiduidad a estos centros de entretenimiento que
cariñosamente llamamos “placitas” seguramente sabrán de lo que hablo. Un tobogán
de túnel cumple con los requisitos de todo tobogán: una escalera alta con
peldaños de metal, dos pasamanos a cada lado rematado en una pequeña base desde
la que se desprende una pendiente pronunciada de superficie lisa. La diferencia
es que la caída libre propia de estos juegos está completamente cerrada con una
estructura cilíndrica. A Ernestito le llamaba poderosamente la atención aquel
juego. Y el hecho de que sus padres se lo prohibieran era para él una razón aún
más poderosa para desearlo. Ernestito fantaseaba con lanzarse para sentir el
temor de la oscuridad inicial y la dulce calidez de la luz al final del túnel.
Pero
sus padres se lo habían dicho claramente: “No se te ocurra acercarte,
¿entendiste?”; “¿No ves la altura que tiene eso?”; “Es solo para los chicos
grandes”. Incluso su madre, en un acto extraño que a Ernestito le pareció
excesivo, le hizo prometer que no se subiría. El niño, más por cierta piedad
filial que por propia convicción, juró. Pero lo cierto es que a cada
advertencia, a cada promesa de castigo que sus padres pronunciaban, su deseo de
subir y lanzarse se hacía cada día más y más fuerte.
Intentó
mucho tiempo mantener su juramento. Se entretuvo largas tardes de verano con
juegos que le resultaban insulsos. Y el deseo volvía a cada paso, en cada vacío
que los otros juegos dejaban en su interior. Él fingía disfrutar por el temor
de que sus padres dejaran de llevarlo a la plaza. No mencionaba al tobogán de
túnel nunca. Incluso evitaba pasar cerca de él cuando corría de juego en juego
buscando una diversión que le era esquiva. Aquella aparente falta de interés
tranquilizó poco a poco a sus padres que dejaron con el tiempo sus advertencias
y sus retos. Ernestito esperó mucho tiempo para realizar su anhelo. Cuando supo
que su madre tenía certeza de que él ya había comprendido, comprendió que era
el momento de actuar.
Un
día, Ernestito se acercó cariñoso a su madre y le pidió una gaseosa. Ella,
ingenua y confiada, fue hasta el puesto de bebidas. Ernestito esperó hasta que
ella llegara y hablara con el vendedor. Sabía que la distancia que lo separaba
de ella haría imposible cualquier posibilidad de fracaso.
Ernestito
miró alternativamente a su madre y al tobogán. Cedió a su tentación y en un
segundo salió disparado hacia el juego. Corrió con todas sus fuerzas hasta
alcanzar la escalerita. Justo en el momento en que colocó el pie en el primer
peldaño logró ver que su madre lo buscaba con la mirada. Aprovecho esa breve
confusión de ella para trepar los peldaños sin respirar. Sus ojos en la altura
se cruzaron con los de su madre. Por unos segundos ambos se quedaron mirándose
en el calor de la tarde. Y al unísono, su madre comenzó a correr y él terminó
de trepar hasta llegar a la plataforma. Miró por última vez a su madre. Ya no
escuchaba los gritos de ella exigiéndole que se bajara, que se quedara quieto,
que no se tirara. Solo escuchaba el latido de su corazón que golpeaba su pecho
acallando sus sentidos. Cerró los ojos y se dejó caer.
Lo
abrazó un silencio absoluto, definitivo. El túnel era interminable. Una extraña
calidez en su interior lo reconfortó. Pero a esa agradable sensación le siguió
un súbito escalofrío que inquietó su alma.
Cuando
al fin la caída terminó, sintió la arena
húmeda bajo sus pies. Los gritos de los otros niños y los de su madre ya no se
escuchaban. Abrió los ojos lentamente como quien despierta de un largo sueño.
Buscó, parpadeando intensamente, a su madre pero no pudo encontrarla en ningún
sitio. A decir verdad, todo le parecía extraño. La plaza ya no era la plaza. Un
poco triste y resignado se levantó con notable dificultad. Se sentía pesado,
cansado. Se pasó las manos arrugadas por los ojos lagrimosos y comprendió, en
ese mismo instante, que estaba demasiado viejo para volver atrás.
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