Octavio
Flores vivía a un metro del suelo.
No
metafórica sino literalmente a un metro del suelo. Nadie sabía por qué ocurría
aquello. Incluso él mismo llegó a dudarlo muchas veces. Lo cierto es que
Octavio pasaba por las calles o las plazas volando. O mejor dicho, flotando,
como si levitara constantemente. Sin tocar jamás el piso.
Las
viejas del barrio y los comerciantes inescrupulosos se horrorizaban de esta
anomalía gravitacional. Lo nombraban con apodos oprobiosos y discutían sobre el
mejor método para acabar con esa aberrante anormalidad. Es más, llegaron a la
conclusión de que ese defecto se debía a la licenciosa vida de su padre poeta.
Algunos se animaron a afirmar que se debía a la influencia de un empleo
pasajero que el padre del muchacho había realizado como vendedor de globos
cuando la fábrica en la que trabajaba cerró. Otros opinaban que las costumbres
liberales y desprejuiciadas de la madre tenían la culpa del mal.
Los
chicos lo veían surcar los potreros con sonrisas cándidas y lo saludaban. Ellos
entendían, deseaban, aquella situación porque les permitía soñar. Les gustaba
fantasear en voz alta con las cosas que harían si tuvieran la suerte de
Octavio.
Las
mujeres lo miraban de reojo porque las señoritas bien educadas y cristianas no
pueden ni deben mirar a un hombre de esa condición volátil. Ellas merecen
hombres formales, decentes, preparados, educados… burgueses.
Él
se burlaba de eso simulando ser el Cristo en la cruz. Le encantaba pasearse
agarrado de las puntas de la reja de la Iglesia los domingos. Esperaba allí
hasta que la misa acabara y cuando salían las devotas extendía sus brazos y
juntaba los pies. Un día, llegó al colmo de la paciencia de los espectadores
cuando se apareció con una túnica cubriendo sus partes nobles y una corona de
espinas que había hecho sustrayendo unas rosas de la casa de Doña Eulalia. Los
presentes no soportaron tan descarado espectáculo y el asunto termino con
insultos, blasfemias de toda índole y hasta algunos proyectiles improvisados
con baldosas rotas. Octavio se dio a la fuga con un ataque de risa.
De
más está decir que la policía lo tenía entre ceja y ceja. Buscaban siempre un
pretexto para detenerlo y encerrarlo. Esto último lo lograban solo después de
grandes esfuerzos ya que debían utilizar sogas y escaleras para arrestarlo.
Así, resignado y risueño, Octavio se dejaba arrastrar por los oficiales como un
globo de cumpleaños hasta la dependencia policial. Lo dejaban libre al día
siguiente luego de despacharse unos sermones interminables acerca del orden
público, la moral, la decencia y las leyes físicas del universo. El muchacho
asentía sonriendo hasta perderse entre las copas de los árboles. No entendía
por qué lo perseguían aunque no daba mayor importancia al asunto. Estaba
acostumbrado.
Sin
embargo eso no siempre fue así. Hubo un tiempo en que Octavio padeció realmente
esta situación.
Cuando
nació el médico no cortó el cordón umbilical por temor a que el niño saliera
flotando por la ventana y se perdiera para siempre. Su madre, amorosa y
comprensiva, lo tomó entre sus brazos y
lo besó tiernamente en la frente sujetándolo fuerte para que la brisa no lo
alejara de su pecho.
En
la escuela no la pasó del todo bien. Cuando el resto de los niños miraba al
frente para copiar la lección del pizarrón, él debía hacer grandes esfuerzos
mirando hacia abajo para poder leer lo que el maestro anotaba en la pizarra.
Esto le ocasionaba constantes dolores de cuello y mareos. En los recreos no
podía saltar la soga, ni jugar al fútbol, ni lanzarse por el tobogán. Se
lanzaba pero flotaba a medio metro de la pendiente sin llegar nunca a la arena.
Era frustrante.
Tuvo
una adolescencia solitaria. Su primer beso fue a los doce años cuando una de
sus compañeras de clase jugaba en el sube y baja. Él estaba locamente
enamorado, pero ella apenas lo registraba. Era un amor no correspondido, es
decir, un amor doloroso. Octavio estaba resuelto a besarla. Lo pensó bien, tomó
coraje y se decidió. Fue acercándose despacio, con sigilo. En el momento en que
la niña subió al punto máximo que le permitía el juego, él aprovechó la
simetría de altura y la besó apasionadamente. Ella gritó, bajó, volvió a subir
y con una admirable contundencia le sacudió las ideas con una olímpica bofetada
en medio del rostro. Ese mismo día Octavio supo lo que es padecer por amor.
“Un
hombre de verdad debe tener los pies sobre la tierra” había oído decir a una
madre durante una reunión de la escuela. Su padre, al ver el semblante de su hijo,
argumentó que un hombre es hombre por su capacidad de amar y de soñar y no por
ser un próspero ferretero. Octavio sintió por primera vez orgullo. Desde esa
tarde juró no renegar más de su situación y aceptarse así mismo sin
vacilaciones.
Una
noche, durante una fiesta en la plaza del barrio, vio a lo lejos algo que le
llamó poderosamente la atención. Él se encontraba abrazado a una columna de
alumbrado, solo, cuando descubrió a lo lejos la figura encantadora de una
muchacha. Primero no dio crédito a lo que veía. Lo adjudicó al exceso de ponche
que había injerido durante la tertulia. Pero poco a poco aquella silueta divina
parecía acercarse más a él. Obviamente lo que más lo deslumbraba era que podía
verla directo a los ojos. Sí. La muchacha se acercaba a él a un metro del
suelo. Octavio vio sus pies suspendidos, los zapatos impecables, inmaculados,
el vestido amplio, floreado, la mirada enamorada. Al fin, luego de un momento
de timidez, se presentó y le tendió la mano invitándola a bailar.
Danzaron
toda la noche.
Primero
a la altura de los bancos de la plaza, luego casi por encima de los árboles.
Pronto sobre los postes de luz, cada vez más pequeños hasta hacerse invisibles
desde el suelo.
Hasta
que nadie más pudo verlos.
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