JUGAR LA ESPERANZA*
La bola de marfil cayó dentro del casillero y el tiempo retrocedió.
Al conocerla lo comprendió. Federico tenía veinticinco años, el pecho colmado de orgullo, grandes proyectos y suficiente experiencia con mujeres como para reconocer una buena. El casamiento tardó poco en llegar. La pasión mezclada con ternura diluía los sinsabores producidos por los recursos difíciles y escasos.
El conventillo, donde vivían, estaba lleno de gente buena que se levantaba temprano multiplicando esfuerzos en diversas tareas para llevar el pan a la mesa. Pronto las dos piezas y el baño compartido fueron su hogar y los vecinos, la familia que ambos habían dejado en provincias del norte.
La mesa larga de los domingos, armada en el patio, convocaba guisos, polentas y en el mejor de los casos genuinos ravioles caseros. Todos los que podían aportaban algo y aquellos protagonistas de una semana floja de trabajo compartían la comida, sin exagerar gratitudes pomposas, porque el pan es la moneda de los pobres. Después de prolongar el almuerzo, animados en charlas politiqueras, los hombres apuraban un tinto con tres barajas en las manos. Mientras las mujeres lavaban los platos entre mates y cuchicheo.
Desde la galería, recostado en su sillón de caña, envuelto por el aroma denso de la pipa Don Alfonso, observaba a sus vecinos. La mirada abismal, sellaba la entrada al laberinto inexpugnable de un pasado desconocido, aunque vislumbrado para algún caminante del azar. Anciano y solitario, vivía en la segunda habitación de la planta baja. Pocas palabras salían de su boca, siempre certeras, precisas.
-Esta noche péguese una vuelta por mi pieza –le dijo a Federico cuando cruzó para subir al primer piso. Extrañado por la invitación, asintió con la cabeza.
Cuando las primeras estrellas clareaban el cielo otoñal, Federico apretó los nudillos y golpeó despacio la puerta.
-Pase muchacho –dijo el anciano apartando su cuerpo con dolorosa renguera. Una cama con la lejana silueta cincelada sobre el colchón. Ropero, cómoda y mesa de luz, abandonados por distintas mudanzas. El clásico espejo francés sumido en deterioro fatal. Un calentador de kerosene entibia con su exigua llama una pava de aluminio tiznada. Y el olor a viejo penetrado en cada cosa albergada allí. Tomó asiento en un banco por indicación de Don Alfonso, quien sin más preámbulos comenzó:
-Me enteré que su Rosa está preñada. Flor de problema tienen ahora. ¿Cómo decirle que no lo habían pensado así? Estaban contentos, pero… el viejo tenía razón, en poco tiempo ella no podría ir a limpiar y con el sueldo de él… -Si quiere, lo puedo ayudar. Me parece un muchacho leal y es lo que ando buscando. Decente y reservado. Sí, creo que Ud. es el indicado. Se restregó las manos, mientras un intenso rojo teñía sus mejillas. -Necesito que me hagan el recorrido del docke, con esta pierna ya no puedo. Son cuatro almacenes, tres panaderías y una verdulería. Tiene que pasar a las diez de la mañana, al mediodía, a las tres y a las nueve de la noche. Me trae acá los papeles y yo le pago por jugada. ¿Cuánto gana en el puerto? No tuvo vergüenza al decirlo, sabía que era poco pero no había conseguido otra cosa. -Conmigo va a ganar por semana lo que saca en un mes por cargar las bolsas. Las cuotas de la cuna, una estufa de garrafa… - ¿Puede empezar la semana que viene? Se dieron la mano para sellar el trato.
Durante los primeros meses disfrutó el nuevo trabajo, no le dolían la espalda ni los brazos y tenía tiempo para abrazar a Rosa y el vientre que crecía. El viejo le tomó más confianza y lo puso a cargo de los pagos en todo el recorrido. Con sorpresa veía como si alguien ganaba jugando un número a la cabeza obtenía setenta veces lo apostado. ¡Y era tanta plata…! Cuando nació su hijo, para festejarlo jugó la fecha en la quiniela de la mañana y la tarde. Como no salió, insistió con la vespertina y la nocturna. Al otro día, repitió la jugada, ¿no es que los hijos traen un pan bajo el brazo? Al tercer día, jugaba también a los premios, tal vez recuperara lo apostado.
El quinto día en la nocturna salió a la cabeza el dieciséis y ese triunfo renovó el anhelo, pero también multiplicó las ansias de Federico. Una corazonada, un sueño suyo o de Rosa, la caída de un vecino, un accidente, pisar excremento, ver un pájaro, casamientos, nacimientos y defunciones; todo era una señal, un número que debía jugar.
Hubo días en que pidieron prestado para comer, vecinos que no saludaban por temor al reclamo del pago, invariablemente postergado, del eterno último préstamo.
Hubo días de sándwiches de miga y champagne, de zapatos caros o algún juguete de moda. Miles de veces se juraron amor eterno y otras tantas ella amenazó dejarlo. Con el correr de los años llegaron a comprarse una casa con jardín, un auto y tuvieron vacaciones en el mar. Federico pasó de la quiniela a las carreras, de la misma forma que de éstas a la ruleta. Todos los juegos permiten ganar y él se tenía confianza. De algún modo sabía que era un ganador innato, se trataba de tiempo, sólo debía esperar el momento. Mantuvo intacta la fe a los treinta, a los cincuenta.
Después… las hipotecas. Las pérdidas irrecuperables. El cansancio de Rosa y esa pena que con gusto amargo le subía por la garganta, sin gritos ni llanto, sólo la tristeza de sentirse vencida y la angustia inevitable por el hijo, que había partido en busca de sus propios sueños, alejándose con rencor. Siguió creyendo que podía lograrlo a los sesenta, a los setenta.
Después… el abandono. Ni esposa, ni hijo, ni techo. Sólo la cama con su silueta cincelada sobre el colchón. Ropero, cómoda y mesa de luz, abandonados por distintas mudanzas en un viejo conventillo. Y ahora la bola de marfil cayó dentro del casillero y a él le latió el corazón muy fuerte en el pecho, con la esperanza, la renegada esperanza, la última esperanza de agarrar un pleno.
*Del libro LAZOS
***
EL PRECIO*
Se sentó en el ángulo más oscuro del bar. Desde allí podía ver las rústicas mesas, el techo abovedado de gastados ladrillos. De las paredes descascaradas colgaban sillas, sifones, teléfonos de manivela y hasta una colección de abanicos, como pronunciando conjuros tardíos, reteniendo un tiempo fundido en humedad.
En una reducida tarima de pinotea se amontonaban un guitarrista y el cantor que también tocaba algunos instrumentos de percusión.
Un vodka doble sin hielo, pidió a la joven cuando estuvo cerca. La música desbordaba desde el escenario, fluía hasta cada mesa y regresaba en los estribillos entonados fervorosamente por la gente del lugar. Cada pausa, cada silencio del cantante se volvía amasijo de voces y ansiedades hermanadas en improvisado coro. En cada compás se sellaba un pacto, se renovaba una callada promesa.
Primero fueron pequeños sorbos, acompañando una pitada del cigarrillo negro. Después tragos largos sintiendo el calor en la garganta, deseando que ardiera en su pecho.
Mara levantó el tercer vaso vacío y miró a través de él. Todo se veía más lejano y pequeño. Las caras se distorsionaban en absurdas proporciones. Sólo los colores permanecían fieles bajo esta nueva mirada.
Sintió calor, se quitó el pullover. Vio que debajo de la remera los pechos seguían hinchados, pensó que pronto se le pasaría. Había transcurrido solo una semana, instintivamente llevó la mano a su vientre, ligeramente curvado, absurdamente vacío.
La algarabía, contagiosa, se manifestaba en palmas y rítmicos movimientos de caderas. Con extraños gestos la gente bailaba sentada, trascendiendo el límite impuesto por cada silla, liberándose con cada ademán.
Revolvió con los dedos el hielo del vaso de ginebra, cambió de bebida para gastar menos. Costos. ¿Acaso todo se reducía a eso? Julián le había dicho “no podemos – agregando enérgicamente –no queremos”. Y ella desde la maraña de su cabeza y su cuerpo no pudo contestar. No se atrevió a pagar el precio.
Se apretó las sienes fuertemente hasta dejarlas marcadas, a través del humo veía caras dentadas explotando en carcajadas de opereta. Caras enrojecidas. Roja la sangre que había brotado de su cuerpo, incontenible, urgente. Aún permanecía en sus oídos el ruido de la sirena y se sucedían la ambulancia, los rostros extraños, el quirófano, las palabras sin sentido.
Se fue encogiendo en la silla, sumergiéndose. La música parecía más lejana. Los párpados rebeldes rehusaban sus órdenes y se cerraban. Todo se diluía, como la vida que no fue, como el deseo que no despertó o la batalla que se negó a pelear.
-Hey… -un joven le apretaba el brazo –tiene que irse … estamos cerrando
Miró alrededor, estaba oscuro, apenas una lámpara en la puerta permanecía encendida. Alguien estaba subiendo las sillas sobre las mesas. Sintió asco, un profundo asco y finalmente pudo vomitar.
*Del libro DETRÁS DE LAS MÁSCARAS
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GRACIELA SPADARO
Ha desarrollado una destacada carrera docente, ocupando cargos de Profesora en Matemática, Cosmografía, Informática y Licenciada en Enseñanza de las Ciencias. También fue Jefa de Departamento y Directora en un establecimiento secundario. Su pasión por la escritura la llevó a publicar tres libros de cuentos breves: “Detrás de las Máscaras”, “Lazos” y “Cubilete del Tiempo”, además de un cuarto, “Después del Umbral”, en proceso de edición para 2025. Sus cuentos aparecen en varias antologías de la SADE y otras instituciones. Participó en talleres literarios, programas radiales y organizó cursos para docentes en Avellaneda. Como jurado en concursos literarios, ha sido reconocida con premios en certámenes nacionales e internacionales. Sus obras se han utilizado en instituciones educativas y ferias del libro. Desde 2010, asiste a ferias del libro y colabora en programas radiales y podcasts, promoviendo la literatura y la educación.
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