El último caso
Era una jornada extenuante en Buenos Aires; la furia del sol del mediodía se había fugado hacía rato rumbo a las estrellas, pero la ciudad aún se sentía como una sopa húmeda y espesa sobre la piel.
Rolando Dumas y Victoria Robles habían tenido un día complicado, aunque, por suerte, ya les faltaba poco más de media hora para terminar su turno. Él estaba ofuscado, hoy era su cumpleaños número cuarenta y estar de guardia hasta la medianoche, no era el plan ideal para celebrarlo.
Al menos, la seccional de policía lucía calma. Era demasiado bueno para que durase, y no lo hizo. Victoria acababa de preparar el mate para pasar el último rato cuando, a las11:24 p.m., el teléfono sobre el escritorio del oficial Bolaños, empezó a gritarles que su suerte había cambiado. Durante unos segundos ninguno hizo el amague de levantarse, hasta que Rolando con cara de fastidio, se paró resignado.
—Ojalá que sea equivocado—dijo.
Atendió y una voz áspera del otro lado hizo añicos su ilusión. Rolando habló unos minutos y escribió algo en la libretita que siempre llevaba consigo. Él decía que la tenía para anotar cosas importantes de los casos en que trabajaba, pero la verdad es que solo las primeras treinta hojas eran para eso. A partir de la treinta y uno, como si se tratara del doble fondo de una valija, se alternaban de forma caprichosa los números que jugaba en la quiniela y algunos poemas de su autoría. Nadie conocía esa faceta suya, salvo Victoria. Para el resto él tenía una imagen de tipo rudo que no quería perder.
—Tenemos trabajo, vamos… — comunicó a su compañera, mientras agarraba el termo y el mate con pereza.
Sin decir nada, Victoria tomó las llaves que estaban arriba del escritorio y ambos salieron sin apurarse demasiado rumbo al auto; una carreta vieja, despintada y con la dirección hidráulica algo estropeada. Ella se sentó en el lugar del conductor. La ciudad estaba tan calma que ni se molestó en encender la sirena.
—¿Qué pasó?— preguntó Victoria, nada más arrancar.
—Aparentemente un occiso en una situación violenta, en un edificio acá cerca. El denunciante es un tal… — Rolando abrió la libreta con la mano derecha—Raúl Arrozabal, supuestamente un vecino – dijo resignándose a su mala suerte.
—¡Uh, andá a saber a qué hora vamos a terminar! Decí que los chicos están con el padre— renegó Victoria.
Después de ese diálogo, ambos se quedaron callados, estaban muy cansados y se conocían lo suficiente como para gastar su tiempo en palabras innecesarias.
Mientras miraba por la ventanilla, Rolando empezó a recordar, vaya uno a saber por qué, cómo se habían desarrollado las cosas con su compañera. Ambos eran bastante más jóvenes cuando se conocieron patrullando las calles. Después de unos meses trabajando diez horas todos los días codo a codo, él la sorprendió una tarde invitándola a cenar. A partir de ahí, y durante cuatro años fueron pareja, mucho más felices al principio que hacia el final. El compartir juntos las veinticuatro horas todos los días había erosionado su relación y las peleas eran algo cotidiano por ese entonces. Cuando finalmente terminaron, la chica pidió el traslado y a él le pareció bien. Lamentablemente no lo obtuvo, por lo que la vida de ambos durante los siguientes dos años fue verdaderamente una tortura. Hasta que, en un asalto a una ferretería, Rolando, con la agilidad de un felino, cruzó frente a la bala que iba destinada a la cabeza de Victoria. Parecía una película de acción, pero no lo era. Afortunadamente, el disparo dio en su clavícula y no tuvo mayor gravedad, aunque gozó de un par de meses de licencia paga. Lo cierto es que su relación tuvo una segunda oportunidad, esta vez desde la amistad. Y a decir verdad todo funcionó a las mil maravillas desde entonces, convirtiéndose con el tiempo en grandes compinches.
En el medio de esos diez años ella se juntó con un subcomisario de San Telmo y tuvieron dos mellizos. El tipo resultó ser un violento y la cosa se terminó disolviendo antes de que los niños empezaran el jardín de infantes.
Rolando por su parte, tuvo problemas por apretar a un informante de manera excesiva. Le gatilló en la cabeza varias veces y lo golpeó en busca del paradero de un sospechoso de robo automotor. A raíz de ese hecho estuvieron a punto de echarlo de la Fuerza. Lo salvó la influencia de un importante empresario de los medios de comunicación, Andrés Kinderhall, de quien en una época había sido guardaespaldas. Rolando conocía un par de secretitos turbios del tipo, y éste sabía pagar bien la fidelidad y discreción de su gente, aunque ya no trabajaran para él.
Compartir estos hechos, entre otros, fue fundamental, para que en los últimos diez años ambos se convirtieran en verdaderos amigos, de esos a los que les alcanzaba con una mirada para entenderse.
Ahora, hacía ya un tiempo, que los dos habían sido ascendidos a detectives y pasaban gran parte del día entre el papeleo en sus escritorios. Ella fue desde siempre muy perspicaz, eso la hacía muy buena en su nueva función; él, bastante más tosco, se encargaba de la parte física del trabajo, si perseguía a alguien era poco probable que se le escapara. Ahora, ya no patrullaban y solo salían a la calle para resolver casos o, como en esa noche, para cubrir alguna denuncia que llegara a la comisaria.
El aire pesado entraba por la maldita ventana que estaba rota, eso sacó a Rolando de su ensimismamiento. Miró el bolso del mate en el piso del auto, pero desistió y le ofreció un cigarrillo a su compañera.
—Ya estamos llegando, ¿adónde es exactamente?
—Es en el edificio chiquito ese, el que está al lado de la Pizzería de Tito.
—¡La puta, qué rico!¡ Ya me dio hambre! — Contestó ella, quizás pensando en la fugazzeta que hacían allí y en que todavía no había cenado — ¿Cuál edificio? ¿El hechizado?
—El mismo…
En realidad, no era que la construcción estuviera hechizada, aunque ellos la llamaran así. El nombre le venía de historias que les contaban muchos años atrás a los cadetes. Según decían, la policía había tenido quejas de algunas cosas extrañas que ocurrieron allí, incluido un homicidio que nunca se resolvió y algunas otras circunstancias misteriosas. Eso fue hace más de veinte años, cuando la zona era Palermo Viejo. Luego, llegó la moda de ponerle nombres pintorescos a los barrios, y a este le tocó en suerte el calificativo de “Soho”. Los precios de los inmuebles se dispararon abruptamente, y “el hechizado” fue vendido y aggiornado, de acuerdo a los nuevos vientos que soplaban. Desde entonces, nunca hubo más que algún caso aislado de quejas por ruidos molestos; a lo sumo alguna vecina que denunció que al pasar le tiraron cosas de los pisos superiores. Pero para los dos detectives siempre mantuvo y mantendría el viejo apodo.
Rolando venía pensando en eso cuando se detuvieron en un semáforo en rojo, y una coupé Taunus hecha mierda se cruzó delante de ellos. En un segundo ambos fueron encañonados por dos tipos encapuchados que les gritaban enardecidos. Ni siquiera tuvieron tiempo de sacar sus armas. Lo último que vio Rolando, fueron los ojos de Victoria cuando le ponían una bolsa en la cabeza. Después le hicieron lo mismo a él y lo pasaron al asiento de atrás del auto. No lo ataron; seguro que los tipos pensaron que con una recortada en la sien no había forma de que intentara nada, y no estaban tan errados… aún no era el momento de hacerse el valiente.
Al grito de ¡Vamos, vamos!, el auto salió arando y con el caño de escape escupiendo una nube negra de smog.
—¿Vicky, estás ahí?— gritó Rolando, más preocupado por su compañera que por sí mismo.
Silencio…
Otra vez volvió a llamar a su amiga, y solo obtuvo como respuesta la orden de que se callara, emitida por una voz masculina distorsionada, como si su dueño no quisiera ser identificado.
Un rato después estacionaron. No habrán pasado más de cinco minutos, pero Rolando sintió que fueron siglos.
—¡Vamos!— ordenó otra voz que no había escuchado antes, a la vez que un par de manos fuertes lo sacaban del auto y lo empujaban para que caminara.
—Cuidado con los escalones— le advirtieron y después lo hicieron subir una escalera. Contó los descansos y supo que estaba en un quinto piso.
—Llegamos, nada de hacerse el piola— dijo uno de sus secuestradores.
Mientras subían, dedujo que eran dos, uno de cada lado. Agarrándolo de los hombros lo hicieron entrar en un lugar caluroso. Nada más al atravesar la puerta, llegó hasta él un aroma a comida recalentada, empujado por el aire de un ventilador ruidoso.
Entonces supo que había llegado el momento que estuvo esperando desde que lo agarraron. Desde hacía muchos años llevaba un cuchillo escondido en su antebrazo derecho; era su última opción para una situación de riesgo como aquella. Un sofisticado mecanismo, que le encargó a su primo que vivía en Estados Unidos, permitía que la hoja se disparase hasta su mano en una fracción de segundo. Por eso, siempre llevaba camisas manga larga aunque hiciera 40 grados a la sombra.
Con la velocidad del rayo, presionó el botón del dispositivo y, sin piedad, asestó un puntazo directamente bajo las costillas del tipo que tenía a su izquierda. La sangre tibia le empapó los dedos y se sintió satisfecho.
Dispuesto a no perder su ventaja, se llevó la mano a la cara y arrancó la capucha que lo cegaba.
Segundos después, cuando sus ojos se adaptaron a la luz, no entendió nada al ver a su derecha al oficial Bolaños que lo miraba, descompuesto.
Entonces volvió la vista a la izquierda, y automáticamente deseó no haberlo hecho. Tito, el bromista de la comisaria se desangraba tirado en el piso, con su aorta descendente perforada.
Rolando cayó de rodillas, pero siguió sin comprender qué había pasado hasta que vio a Victoria parada frente a él, mirándolo horrorizada, mientras sostenía en sus manos una torta de chocola
te con cuarenta velitas encendidas.
WALTER PEIFER
Nació el 8 de marzo de 1972, en Luján, y vivió casi toda su vida en General Rodríguez.Desde niño es un apasionado de la lectura, la música y diversas manifestaciones artísticas.
Participó en talleres de artes plásticas en la U.N.L.U. y en Arte 21 y expuso sus obras pictóricas en varias muestras en las ciudades de Luján y Mercedes.
Desde hace muchos años escribe poesía y prosa y participa en el Taller Literario de la librería Macondo. Sus cuentos y poemas fueron premiados en el concurso “Escritura en tiempos de aislamiento” del año 2020, organizado por la Municipalidad de General Rodríguez.
En el año 2022 editó “Un manojo de improbables”, su primer libro, que está formado por quince relatos y que fue presentado en la 47° Feria del Libro de Buenos Aires y en el Museo Histórico Municipal de General Rodríguez.
Página: El colisionador de letras
No hay comentarios:
Publicar un comentario