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MARTÍN KITCH


AGUJEROS

No daba crédito a lo que miraba; sus facciones reflejaban 

desconcierto. Un sudor profuso le escurría por la frente. En una especie de arritmia, sus latidos se atropellaban entre sí. 

Desnudo, seguía observándose. 

¡Jamás había visto algo semejante! Al menos que esto fuera un hechizo o un sueño mal habido.

-Lo inaudito suele ser pasajero, como el relámpago -se dijo para tranquilizarse. 

En la niebla de su confusión sufrió un vahído, casi cae al suelo. 

Su rostro adquirió la coloración de los pergaminos. Caminó algunos pasos con dificultad y, se recargó en el quicio de la puerta. Intentó gritar, emitió un sonido sordo. 

Siguió explorando su cuerpo. No había dolor ni sangre; sólo heridas. ¡Heridas trasparentes! De distintos tamaños. Circulares. 

Diseminadas de los pies a la cabeza.

Respiraba sintiendo una opresión en el pecho.

Introdujo una mano en uno de los tantos hoyos que padecía, sus dedos salieron en el otro extremo. En el estómago, un socavón del tamaño de un feto, permitía ver lo que había a su espalda. 

Al tocarse percibió que un agujero le perforaba el cráneo.

Náufrago en la zozobra, salió del baño. Cómo pudo se vistió. 

Pantalón de cazador, camisa abotonada hasta el cuello, mangas también ceñidas hasta las muñecas de las manos. Gabardina, sombrero de hongo, pipa en los labios. Todo de negro. 

A pasos rotos se extravió en la noche para perpetrar su siguiente crimen. 

Los agujeros pueden esperar.

***


EL OTRO

Una tarde de septiembre, lluviosa y fría, Gregorio percibió que él viajaba en el metro que se deslizaba en sentido contrario al suyo. 

Su conmoción duró veinte o más segundos, lo que tarda el entrecruzamiento de los trenes. En la siguiente parada, aún sin dilucidar lo que realmente había sucedido, descendió. Se mimetizó en la muchedumbre. Salió a la calle con el tiro de la duda en la frente. 

La lluvia caía. 

Los relámpagos electrizaban el cielo. 

La impaciencia lo obligó a dar el primer paso y ya no se detuvo. Caminaba sobre las anegadas aceras. Así avanzó un largo trecho. Empapado, abrió la puerta del departamento. Se dirigió al baño para quitarse la ropa y ponerse el pijama. 

Sintiendo escalofríos, se preparó un té. 

La noche, como una hechicera, se agazapó en el cielo.

La lluvia no amainaba. 

Gregorio se revolvía en la cama. El torbellino de sus emociones le impedía dormir. En la penumbra de su incertidumbre, ya de madrugada, a intervalos conciliaba el sueño. 

Al amanecer salió a la calle. Enfiló con pasos titubeantes al metro. Sudaba, respiraba sofocado. Su corazón era un enjambre de latidos. Bajó las escaleras y en el tablero de la entrada deslizó su tarjeta. Abrazando a la angustia, aguardó unos minutos en el pasillo. 

Se introdujo en el vagón; tras un breve sonido cerraron las puertas. 

El armatoste avanzaba sin contratiempos. Sucedió lo abrupto. 

Gregorio cayó al suelo, fulminado por la visión. El otro tren, con su estela de sonidos metálicos, pasó de largo.

Despertó en una cama blanca con la sonda de suero en su brazo. Recordó que el otro en el otro tren, de mirada ausente y rictus impasible, con una marchita flor en la mano le hacía señas entrañables, del adiós último. Por un momento cerró los ojos, decidido arrancó la aguja que le pinchaba el brazo y, a traspiés enfiló a la salida. 

Más tarde, otra vez en el pasillo del metro, a pesar de que sus gestos denotaban a un ángel caído, ensayó una sonrisa de redención y, con una flor imaginaria en la mano, saludó al otro que viajaba en el otro vagón... 

En el momento preciso, se arrojó a las vías.

***


PLAGAS

Mi sangre hervía en una necesidad insoslayable. Sin embargo, soy estoico. Esperaba la llamada, como se espera, sin forzamientos, la magia.

“La impaciencia es una ninfómana que en cualquier esquina de cualquier noche quiere sexo con cualquiera”, decía mi abuelo que murió en extrañas circunstancia.

En los vericuetos de un día de vientos contrariados, inesperadamente sonó el teléfono. Me di el tiempo necesario para contestar. La aterrada voz de una mujer me suplicaba que sin tardanza exterminara las plagas que estaban destruyendo su hogar. “Malditos bichos, seré implacable”, dije en un tono autoritario. 

-Repugnantes y rastreros, que se pudran -agregué en silencio.

En mi volkswagen llegué al lugar de la cita. El primer pasó que dí, sonó categórico, marcial. Bajé la maleta del auto. Me supe dueño de la situación, esbocé una sonrisa. Toqué la puerta, de inmediato la abrieron. A la mujer se le iluminó el rostro. Sin preámbulos, a los miembros que se encontraban en la casa, los reuní en una habitación (no me importó que fueran niños y ancianos), les dije que el trabajo tenía riesgos: trampas, veneno, plaguicidas. Por lo tanto, allí deberían permanecer, encerrados. Obedecieron como corderos. Les di la espalda para sacar de la maleta el fusil de asalto. Rápido los exterminé. 

Cayeron como soldaditos de plomo. Un bálsamo de serenidad circuló por mis venas.

Dejando atrás un reguero de sangre, cerré de golpe la puerta. Caminé en dirección a la gran avenida de las obsesiones, y en el solitario callejón de mis ansias, atestada de cucarachas y otras tantas alimañas, de nueva cuenta, imperiosa, sentí mi sangre hirviendo.

En otra ciudad, o tal vez en otro país, esperaré estoico la llamada.

***


MARTÍN KITCH

Escritor. Editor. Fundador del movimiento literario Shock.

En esencia, mi propuesta es reflejar esta época desde tres vertientes: un estilo riguroso, poético, impregnado de símbolos; una literatura concisa, de vértigo y saltos al vacío; e historias cotidianas de incertidumbre y enigmas, que perturben en el asombro al lector.

Crear una obra implicaba riesgos y compromisos, así los asumí.

Mi narrativa consta de novelas y libros de cuentos. Nombro algunos de ellos: Héroes en penumbra, El amor no es lo que parece, Shock, Vacío, Ciudad escoria, Lo fatal cotidiano, Precipicio, Metempsicosis, Degradación.

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