Dejó el revolver sobre la
mesa como quien abandona para siempre un recuerdo gris. Caminó lentamente hasta
la cocina. Encendió un cigarrillo. Lo fumo despacio, succionando cada milímetro,
saboreando ese duro y dulce sabor negro. Tomo un vaso de cristal esfumado. Cargo
wiski y agregó dos hielos. Los hielos bailaron un momento en el fondo hasta
quedarse perfectamente quietos, fijos en el centro. Los miró un instante y
luego, sin pestañar, vacío el vaso de un trago carraspeando al final. Se limpió
los labios con la manga de la camisa. De pronto, se vio en el espejo de la
cocina, un espejo pequeño, chato. Hacía mucho que no se miraba así, solo,
triste, vencido. Y ahora qué pensó, hacia donde. Que hacer. Será cuestión de
acostumbrarse pero como. Cuando uno pasa la vida en el mismo trabajo y lo
pierde. Como se acostumbra uno. Claro que su trabajo no era común y la paga era
buena. Lo cierto es que nunca lo había hecho por el dinero sino porque le
gustaba. Lo disfrutaba. En ciertos casos se divertía dependiendo del cliente. Pero
el de esa noche había sido el último trabajo. Y no sabía qué hacer ni que
pensar ni que decir. Solo se miraba en el espejo de la cocina, un espejito
miserable, pálido, casi tan frío como él.
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