Maximiliano y la muertita del placard
La primera vez le dijo que iba a pescar con su hermano y la muertita le creyó. Maximiliano la encerró en el placard y pasó esa noche tiritando de frío, haciendo nudos acrobáticos en el banco de una plaza y abrazado a la caliente piel de una mujer que desesperaba por probar. Al sábado siguiente, le dijo que era el cumpleaños de un amigo y a la muertita se le incendiaron los ojos, pero cayó. Maximiliano volvió a encerrarla en el placard y pasó esa noche probando, efectivamente, el cuerpo de esa mujer, mientras el mundo se caía a pedazos. Literal.
El día que Lucy y Maximiliano dieron su primera vuelta entre sábanas y humedades, la corriente eléctrica que despedían sus cuerpos hizo que el equilibrio de la energía cósmica se desestabilizara.
Esa noche trataron de entrar a robar a la casa de Lucy y ella creyó que lo más sensato era quedarse, pero igual salió. Maximiliano la esperaba y era lo único que le importaba. Esa noche también, suspendieron los colectivos hacia la capital y el tren se canceló. Hacía un calor de los mil demonios. Sin colectivos, sin trenes, sorteando las dificultades del tiempo y el espacio, Maximiliano cambió el punto de encuentro para alcanzarla. Dieron un salto y se encontraron, aunque todo a su alrededor les decía que era mejor no verse. Caminaron repartiendo besos y sudor por las calles, cenaron enroscados en el sillón de un restaurante que los echó. Tomaron helado en un local que estaba por cerrar y entonces, decidieron ir a un hotel.
“Qué piel que tengo con vos”, dijo él y no sabía por dónde empezar, desbaratados sus brazos y piernas entre los huecos tibios y resbaladizos del cuerpo de ella. “Proceda, por favor”, le pidió Lucy y Maximiliano hincó en la hondonada de ese misterio. Un trueno se oyó y, por un momento, pareció de día. El suelo tembló y los árboles cayeron, arrastrando a su paso, los cables de luz y de Internet. El mundo se detuvo la noche en que ellos probaron su sabor por vez primera.
A la mañana siguiente, cuando retornaron a sus respectivos hogares sorteando los escombros que el temporal había dejado desparramados por todos lados, Lucy encontró que un árbol había caído en su casa, destruyéndola casi por completo y Maximiliano descubrió que la muertita había aprendido a salir sola del placard. Muy amablemente lo esperaba con el desayuno servido en la mesa y su sonrisa de huesos helados le congeló el corazón.
A la siguiente vez, Maximiliano le dijo a la muertita del placard que tenía un cumpleaños, luego que tenía que trabajar y después ya no se molestó en poner excusas, tenía que salir y punto; ¡estaba muerta, por dios!, ya no podía interponerse en su vida y, además, había aprendido a entrar y salir sola del placard, sin su ayuda.
Una noche la muertita quiso sentarse a cenar con Maximiliano. Aunque su condición de “no viva” hacía que no pudiera probar bocado, le dio charla toda la cena y lo siguió hasta el sillón con su murmullo de huesos cancinos que entumecían su existencia.
Al terminar cada semana, invariablemente, Lucy encontraba una invitación, un chiste o un emoticón en su casilla de mensajes a modo de preludio acústico para una nueva melodía pronta a crearse entre las cuerdas que Maximiliano le ofrecía. Era un momento mágico en su día. El anticipo de los chispazos, que no por fugaces, dejaban de ser eternos y la cargaban de energía para el resto de la semana.
Pero ocurrió que un sábado no hubo ningún mensaje. Tomó ella entonces la iniciativa preguntando si se verían hoy. “Nulo”, respondió él. ¿”Nulo”?, se sorprendió ella. ¿Acaso eso valía como respuesta? ¿Le habrían cambiado el Maximiliano?, pensó, mientras la muertita sonreía con sus dientes enclenques de almas carcomidas. “Tengo que trabajar”, explicó él, mientras le pasaba el control remoto a la muertita. Lucy dijo que entendía, aunque en realidad, no lo hacía y una aguda punzada se le clavaba en el lado izquierdo del pecho. Después de esa vez, se sucedieron episodios de encuentros intermitentes. Lucy adolecía la semana esperando que el sábado la sorprendiera un mensaje de Maximiliano y, al ver que ya no ocurría, era ella la que escribía. Le aterrorizaba la posibilidad de encontrar un no como respuesta y la seguridad que él le había inspirado el día que se conocieron , se desmoronó. Cuando Maximiliano decía que sí, un sátiro bailaba una danza indómita en su vientre. Algún evento había torcido el eje de su mundo, pero cuando ella le preguntaba si había cambiado alguna cosa, él decía que todo estaba bien. Era impensado contarle lo de la muertita escondida en el placard.
Lucy tenía un problema en el oído interno; cuando Maximiliano le decía algo que no le gustaba, procesaba los sonidos haciéndolos rebotar en las paredes del tímpano para que perdieran fuerza de impacto al llegar al cerebro. El resultado era una fuerte sensación de vértigo y mareo, dolor de nuca y la imposibilidad de recordar las palabras exactas que acababa de escuchar. Ella necesitaba acomodarse el cuento para conservar la ilusión. Era cuestión de vida o muerte; no veía el sentido de hacer nada en lo que no se involucrara su cuerpo y su alma.
Dicen que, cuando dos personas se encuentran es porque están en el mismo estado de evolución en el camino de su existencia. Los pasos que den juntos serán los necesarios para dar el salto. Pero dar el salto puede significar subir una pendiente o perderse en el abismo.
Aunque seguía diciendo que todo estaba bien, él dejó de darle la mano y de abrazarla en la calle. Su corazón no estaba disponible.
Poco a poco, la esperanza de reposar en el remanso de aguas tranquilas que eran los ojos de Maximiliano, se descorazonó.
A Lucy le aullaba el pecho, le quemaba. Quería salir a respirar, pero el aire la ahogaba.
La muertita ya no permanecía mucho tiempo en el placard. Deambulaba a sus anchas por los rincones de la casa, furiosa. Porque la prefería a ella. Porque ella estaba viva. Las cosas muertas no sirven para seguir viviendo. Entenderlo fue como si la hubieran vuelto a matar.
Habían pasado casi tres semanas sin verse, cuando él se apareció en un evento del trabajo de Lucy. Era un día importante para ella y, aunque estaba súper enojada, se lo agradeció infinitamente. Al terminar el evento, caminaron juntos tomados del brazo.
“Perdón”, dijo él, de pronto, “yo no quiero lo mismo que vos”. “¿Y qué es lo que quiero yo?”, dijo ella a punto de vomitar a pedradas. Le pesaba el pecho. “Vos querés ser mi novia”, continuó Maximiliano. “¿Novia?”, no era una palabra que a Lucy se le hubiera pasado por la cabeza. “¿Por cenar y coger una vez a la semana se interpretaba “novia”? Ella se sintió rara, creyó que “novia” era una palabra del siglo pasado. “Vos estás enamorada de mí”, siguió hablando él. “¿Enamorada?”, se sobresaltó ella. Era otra palabra que no se le había cruzado por la cabeza, pero en esta ocasión, debió reconocer que era muy probable que así fuera. “¿Y vos cómo sabés eso?” “Me doy cuenta por como me tratás”. “¿No te gusta como
te trato?” “Sí, pero no es por eso…”. Ella no entendía por qué había elegido este día para decirle semejante cosa. Por qué no se lo dijo cuando ella le preguntó qué le pasaba. “Quiero irme a mi casa”, dijo Lucy de pronto, y se largó a llorar. Maximiliano puso cara de horror y la abrazó. Ella sintió que se le acalambraba el esófago y se puso a hipar nerviosa. Él la sujetó con más fuerza. “¿Está bien la presión así? ¿O te abrazo más despacio? ¿Querés que te rasque la nuca o no es el momento?” Ella le dijo que estaba bien así y se quedó un rato largo pegada a su cuerpo; oliéndolo y llorando. Cuando terminó, volvió a decirle que se quería ir. Él la acompañó hasta la estación de tren y, antes de despedirse, volvió a abrazarla y la besó. “Hablamos el sábado”, pidió y ella dijo que sí. Lucy esperó el sábado con ansias, tratando de ordenar sus pensamientos y emociones. ¿Qué era lo que había pasado en realidad? ¿Qué era eso de estar enamorada? Imaginaba un vínculo sexo afectivo estable y exclusivo, por el momento, no había pensado en nada más que eso. La distancia la llenaba de angustia y ansiedad y le destrozaba los nervios. ¿Y qué si estaba enamorada? ¿Cuánto dura estar enamorada? ¿Seis meses? ¿Uno o dos años? ¿Qué sentido tenía salir con alguien sin poner a bailar emociones y sentimientos? Solo esperaba verse una vez por semana, charlar, hacerse mimos, echarse un viaje de vez en cuando, sentirse viva con alguien seguro y sin sobresaltos.
Creyó que el sábado iba a volver a recibir el mensajito del preludio, necesitaba verlo y hablarle, pero se equivocaba. Otra vez, fue ella quien escribió y cuando le preguntó a qué hora se verían, Maximiliano respondió que, cuando le dijo de hablar, se refería al teléfono y que se iba a quedar en casa, que no tenía plata.
Pensó que ya estaba bien, que esto era lo último, que no iba a estar mendigando ni amor ni compañía. El teléfono empezó a sonar y Lucy casi lo revolea, pero atendió. “¿Estás enojada?”, preguntó él. Ella respondió que obviamente y le preguntó porqué no la invitaba a su casa, si el problema era la plata, así se solucionaba ¿qué tanto misterio encerraba?” Pero él no respondió. “¿No será que escondés una muertita en el placard?” Preguntó ella, jugando. “Qué impunidad”, dijo él y sonrió con toda la boca carnosa y perfecta. Ella no lo veía a través del teléfono, pero se sabía su forma de memoria.
Maximiliano no pudo negarlo, tenía que sacar a ventilar a su muertita y, además, era la dueña de su casa y sus espacios mentales. No podía. Simplemente, no podía.
Lucy colgó el teléfono y respiró profundo. Sin que nadie se lo pidiera, se encerró solita en su placard.
Su corazón fracturado se fue resquebrajando más y más hasta astillarse por completo. Sus partes se secaron en el espacio oscuro del ropero; igual que el resto de su cuerpo, con excepción de sus ojos que se mantuvieron abiertos y expectantes a la espera de que algún Maximiliano abriera la puerta y la sacara a ventilar. Pero él no encontraba la llave, perdido en el laberinto de sus propios miedos.
Gracias por compartir mi relato
ResponderEliminarGracias a vos Julia por sumarte a la propuesta. Abrazo!!!
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