Los edificios arrojan a las veredas lenguas circuncidas.
En ellas reposan los pensamientos en rectangulares féretros de tierra
que sólo la lluvia riega,
olvidados como están por la humana complacencia.
A sus espaldas las enormes gargantas blindadas
con vidriosas murallas separan al mundo del mundo.
Nebulosos cortinajes imponen penumbra al seno de la virginal claridad.
En las calles no hay tiempo que perder.
La vida se escurre en laberínticas avenidas.
En la esquina un mar de caras naufraga en oleadas humanas.
La ciudad es un bullicio desenfrenado,
un maremoto de silencios ultrajados.
Los comercios vomitan letras de colores
en luminosos carteles centelleantes.
Los ojos desencajados propinan miradas huecas de suburbio.
Los pocos árboles que persisten
entregan sus hojas a la biblioteca del pasado.
Un semáforo pide respeto a gritos mientras los bólidos proyectan fugas añejas.
El asfalto, lengua senil con salpullidos de
brea,
se extiende insolente a sus pies.
Calor babeante dejando sus huellas.
Banquinas cansadas de tanta faena.
Las naves transitan en explosiva combustión,
silban neumáticas distancias.
El horizonte no existe.
Sólo una línea recta a la que nunca se llega.