- ¿Quién eres?
- Dímelo tú.
- No lo sé. Jamás te había visto antes...
- ...¿pero?
- ... pero me resultas conocido. Como si algo en ti me fuera extrañamente familiar. Desconocidamente necesario.
- Ves como empiezas a ver claro. No importa "quién soy" sino "qué soy". No importa qué soy para ti sino qué eres para mí.
- ¿Ah, sí? ¿Y qué soy para ti?
- Dímelo tú.
- Tampoco lo sé.
- Piensa: no hay más que dos simples opciones: ¿eres mi amo o mi esclavo?
- Ah, eres ante todo un tramposo. Sabes que no podría elegir, porque en tal elección va en juego mi existencia.
Un largo silencio de angustia repercutió en las paredes envejecidas. Él se mantuvo aún unos segundos en silencio, de pie con la vista fija. El otro, indiferente y cruel, adoptó la misma actitud. Él pretendió cerrar los ojos para no tener que soportar su desagradable presencia. El otro sin embargo no
desapareció. Allí estaba nuevamente al abrir los ojos. Permaneció petrificado. Sus últimas palabras habían condensado la atmósfera en una inquietante ráfaga de suspenso. Él giró dando la espalda a su oponente, permaneció unos minutos en aquella postura. El otro, pensativo y desafiante, igualó el gesto. Él caminó unos pasos hasta llegar a la puerta. Luego volteó para verlo por última vez a la cara. El juego de luces deformaba aquel rostro ennegrecido. Las miradas se penetraron tajantes. Él movió levemente la cabeza en señal de despedida. El otro quedó allí adentro: pensativo, meditabundo, esperando que regresara para desafiar otra vez sus inquisitivas averiguaciones.
Mientras tanto, él bajaba para tomar un trago.