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BEATRIZ ELENA PUERTAS


LA ALDEA


El costado de la parroquia está en sombras, el resto de la calle recibe latigazos de sol. El que va caminando cruza decididamente y se sumerge en ese baño de fuego. Quiere llegar hasta donde las casas humildes se confunden con el horizonte, las tipas y los aromos desprenden flores amarillas, antes de llegar a la inmensa llanura. Una vez allí, atravesar la marca de los alambres de púa, separando dos hilos sin pincharse los dedos. 

No sabe qué ocurrirá después. Tiene la necesidad de llenar el hueco que los años le dejaron adentro. Pasa por delante de la mercería que todavía conserva el quita-barros. Recuerda a los que venían después de la lluvia y restregaban la bota derecha y después la izquierda, contra el filo de hierro, ahora oxidado.

Una cuatro por cuatro interrumpe su meditación. La sensación de recobrar algo indefinido, se desliza por sus hombros. Alcanza a sostenerla en las rodillas temblorosas. Lo sostiene en la búsqueda. Todavía no puede precisar el objetivo.

Al cruzar la calle encuentra la escuela de tejados verdes. Mira alrededor. Teme meterse sin permiso en el edificio de madera. En pocos segundos, se convence de que merece ser un intruso.

Una vez adentro, escucha el chasquido de la tranquera. Una congoja le nubla los ojos al contemplar las aulas abandonadas. Más allá, sobre las gruesas ramas de un ombú, ve a un hombre-tan mayor como él- que a su vez lo mira. Los dos dudan. ¿Habrá que saludar o ignorar al otro?

Finalmente se funden en un abrazo como si fueran viejos conocidos. Detrás de una puerta, bajo las mudas campanas de bronce, ve una imagen con guardapolvo blanco, oye la tiza rasgando el pizarrón, huele las manos ásperas de la infancia. Su pecho acumula todo el aire de la habitación. Busca ansiosamente al anciano. Parece que se ha ido después del saludo.

Un instante de confusión y desasosiego. Al fin comprende que se buscó a sí mismo, al azar, con impulsos dubitativos que lo hacían retrasarse y que el otro es él, maduro y sosegado.

***


CUESTIÓN DE FE


A pesar de que hago una revisión de mi biblioteca cada dos meses, con limpieza y mata polillas incluida, un día comprobé que algunos libros habían cambiado de lugar. Debido a la manía de clasificar que no sé si heredé o es el legado de haber ido a una escuela técnica, me ocupo de ordenar cada volumen por género, y dentro de cada uno de ellos, por orden alfabético según las dos primeras letras del apellido del autor. Durante años he seguido estrictamente ese criterio.

Me sorprendió que Montevideanos de Benedetti no estuviera en su lugar. Pensé que me había confundido al repasar o buscar algo y lo había colocado en el estante correspondiente a Poesía. Pero los cuentos del uruguayo no estaban. Intenté ubicarlo en Teatro, pero tampoco estaba ahí. No me quedó más remedio que verificar su propiedad, en el listado de Excell aunque me acordaba cuándo y dónde lo había comprado. En la planilla figuraba hasta el estante en el que estaba. Por eso agregué una columna de “Prestados” aunque no recordaba habérselo dado a nadie. Encima en los dos últimos meses -por razones de público conocimiento- nadie había venido a visitarme. Tampoco había efectuado una reparación, ni plomero, ni albañil ni gasista.

Más tarde me di cuenta de que Marcela Serrano también había cambiado de lugar. Afortunadamente encontré sus novelas paseando por el género dramático. Todo hubiera terminado ahí si no me hubiera desesperado por la inexistencia de Elena Poniatowska. Su ensayo, Las indómitas tampoco estaba. Traté de calmarme. Era hora de barajar y dar de nuevo. Vacié todos los estantes y durante varios días. los reubiqué a cada uno en su lugar.

Pocas semanas más tarde alguien me pidió prestado un tomo de Adolfo Saldías. Era fácil de reconocer por su color amarillo con una franja verde. Estaban los otros once de la colección, pero ese no.

Empecé a preocuparme por la seguridad. Si alguien entraba a mi casa sin permiso y sin que le hubiera dado la llave, una noche, en lugar de llevarse una obra, se le podía dar por acuchillarme. Cambié la cerradura de manera simple y barata, puse la de la puerta de entrada en el dormitorio y viceversa.

Pero algo no estaba bien, unos días más tarde, el orden alfabético estalló, así que no leía lo que quería yo, si no lo que estaba más a mano y siempre textos cortos, porque no podría continuarlos.

Se me ocurrió consultar con mi médica por teléfono y ella me explicó que la angustia producida por el aislamiento, sumada a mi edad eran los únicos enemigos de los que tenía que cuidarme. Me mandó una receta electrónica de un ansiolítico, pero los libros seguían cambiando de lugar. Entonces, me derivó a un terapeuta que me dijo que cortara la toma de químicos, que hablara con él únicamente.

Pasaron pocos días antes de darme cuenta de que todo había cambiado de lugar nuevamente. Ahora a Bryce Echenique se le había ocurrido enamorarse de Emily Dickinson y la pareja aparecía en la sección Ensayo. Así siguió hasta que terminé por aceptarlo. Aún sigo con este problema sin resolver pero he llegado a una conclusión: Los libros migran de la mano de sus escritores. Ya sé que hay gente que no cree en el alma. Los que suponen que todo aquello que no se ve, no se puede definir ni comprender, sencillamente no existe. No me voy a meter en discusiones religiosas ni ontológicas. En primer lugar porque siempre fui excesivamente racional, eso era lo que me alteraba y me impedía comprender lo que estaba pasando, en segundo lugar para no aburrirlos.

Así fue que dejar de dar dos vueltas con cada una de las llaves, deseché la propuesta del psicólogo, no le respondí más a la médica y me anclé en la idea de que los poetas y los escritores ponen su alma en cada letra y en cada palabra. Cuando ellos se van o dejan sus obras en las manos de un tercero, en este caso yo, a veces sienten nostalgia del momento en que las escribieron y vienen a gozarlas. Llorando de emoción o de nostalgia, se olvidan de su ubicación o no les interesa, porque de todas maneras ya dejaron de ser suyos. Releen un poquito y lo depositan en donde les queda más cerca. Los libros son el alma de los que escriben. El día que lo acepté volví a dormir serenamente.


BEATRIZ ELENA PUERTAS

Es una escritora Argentina de 74 años, Licenciatura en Letras y Profesora de Enseñanza Media y Superior en Letras- UBA

Su obra poética cuenta con los siguientes títulos:

2018. Anudadas. Editorial Vinciguerra

2019. Paseo por Territorio Enemigo. Ediciones elmonoarmado

En prosa ha publicado "El desfiladero" Prosa Editores (2015), "La corta luz de Junio" Enigma Ediciones (2020), "El desfiladero- Lágrimas de Circe" (2022)

Además de su actividad literaria, conduce el programa de Radio En busca del verso perdido en Radio Noticias del Continente.

CORREO: bessi.puertas@gmail.com

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