Antiguas historias narran hechos asociados a una misteriosa isla desconocida. Su existencia, en rigor de verdad, es puesta en duda cuando no refutada fervientemente. Sólo han llegado a nosotros fragmentos dispersos en crónicas de viajes cuya incoherencia y fantasía nos revela el carácter fraudulento de aquella tierra. Las narraciones se han conservado sin embargo en el repertorio popular, sobre todo entre hombres de mar. Entre las muchas maravillas que se le atribuyen a la isla, se distingue aquella que asegura que en ella existen dos árboles: el árbol de la Vida y el árbol de la muerte. Los náufragos que llegaban a sus costas divisaban de inmediato al primer ejemplar: un frondoso árbol de copa accesible, de hojas finamente recortadas y un fruto rojo sumamente apetecible. Aquel hombre que probara ese fruto obtenía de inmediato el don de poseer una vida apacible y serena, una existencia prolongada por los placeres de la tranquilidad. En cambio, el segundo árbol se encontraba sobre un peñasco escarpado a unos diez quilómetros de la costa y su acceso era de una enorme dificultad. Su fruto, tan oscuro como la noche, era amargo y su cáscara dura de roer. Quien se atrevía a probarlo sufría una horrenda melancolía y un estado de perpetua ensoñación, tras la cual necesariamente acaecía la tumba. Según han referido algunos marineros que divisaron la isla sin animarse a desembarcar en ella, aquella extensión de tierra perdida en el desierto oceánico presenta un aspecto desagradable a los sentidos. Sólo la vista del enorme árbol de frutas inmaculadas de la orilla otorga al lugar una tibieza acogedora. El resto, solo cadáveres tendidos en la proximidad de un viejo y casi desecho árbol sobre un peñasco.
